Hace unos días, en una reunión con conocidos, surgió una conversación sobre la situación actual de Guatemala. Como defensora de los derechos humanos, mencioné la persistente desigualdad entre hombres y mujeres.
Claudia Lepe/laprensadeoccidente.com.gt
Inmediatamente, uno de los presentes me interrumpió: «En Guatemala las mujeres tienen iguales oportunidades que los hombres, están más empoderadas que nosotros». Su afirmación resonó en la sala, dejando un silencio incómodo.
Me quedé pensando en esas palabras mientras recordaba mi propia historia como madre soltera. Las noches en vela preocupada por llegar a fin de mes, la angustia de no tener suficiente para pagar el colegio de mis hijos, el peso de ser madre y padre a la vez. Tuve la fortuna de contar con el apoyo de mis padres; por lo que la comida y el techo lo teníamos asegurado. El juez de familias me dio una pensión alimenticia de Q300 quetzales al mes por cada uno de mis dos hijos, ¿será que eso alcanza para darle calidad de vida a los hijos? Mi papá se convirtió en la figura paterna que mis hijos necesitaban. Pero esta no es la realidad para la mayoría de mujeres guatemaltecas.
Según investigaciones recientes, la desigualdad de género en Guatemala sigue siendo una realidad estructural. Un estudio publicado en julio de 2024 titulado «Unveiling Gender Inequality» revela cómo las disparidades históricas siguen moldeando las oportunidades de las mujeres, especialmente en áreas rurales e indígenas. Las niñas indígenas son el grupo más desfavorecido, con menos del 30% matriculadas en educación secundaria, perpetuando ciclos de matrimonio temprano, maternidad precoz y pobreza crónica.
La realidad es que muchas mujeres permanecen en relaciones violentas debido a la dependencia económica. Lo he visto en mi trabajo comunitario, lo he escuchado en los testimonios desgarradores de mujeres que no tienen a dónde ir, que temen por sus hijos, que no encuentran salida. Cuando el 61% de las madres guatemaltecas son solteras, ¿cómo podemos hablar de igualdad de oportunidades?
La participación política de las mujeres también refleja esta desigualdad. A pesar de constituir aproximadamente la mitad del electorado, las mujeres ocupan menos del 14% de los escaños en el parlamento nacional. Esta subrepresentación significa que nuestras voces, necesidades y perspectivas quedan marginadas en la toma de decisiones que afectan nuestras vidas.
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La educación, ese pilar fundamental para la autonomía, sigue siendo un privilegio para muchas niñas. En comunidades rurales, son ellas quienes deben recorrer largas distancias para recoger agua, realizar tareas domésticas y cuidar a hermanos menores, sacrificando su derecho a la educación. Sin formación, sus posibilidades de independencia económica se reducen drásticamente.
Mientras en países como Argentina implementan medidas innovadoras para combatir la irresponsabilidad paternal, como prohibir el ingreso a estadios deportivos a quienes no pagan pensión alimenticia, en Guatemala seguimos normalizando el abandono familiar y la violencia económica contra mujeres y niños.
La verdadera igualdad no se construye con discursos vacíos ni negando la realidad. Se construye con políticas públicas efectivas, con educación sexual integral, con oportunidades económicas reales, con justicia para las víctimas de violencia, con corresponsabilidad en la crianza.
Como mujer guatemalteca que ha experimentado en carne propia las dificultades de ser madre soltera, no puedo quedarme callada ante afirmaciones que invisibilizan nuestra lucha diaria. Mi historia personal es solo una entre millones. Detrás de cada madre soltera hay una historia de resiliencia, pero también de un sistema que nos abandona.
Cuando afirmamos que las mujeres están «empoderadas» sin reconocer las barreras estructurales que enfrentan, perpetuamos la desigualdad. El verdadero empoderamiento vendrá cuando todas las niñas puedan educarse, cuando todas las mujeres puedan decidir sobre sus cuerpos, cuando la justicia responda a las 10,000 denuncias anuales de violencia con más que solo seis condenas.
Ser mujer en Guatemala sigue siendo un acto de resistencia. Pero también es una oportunidad para seguir luchando por un futuro donde nuestras hijas no tengan que elegir entre su educación y su supervivencia, donde el peso de la familia no recaiga desproporcionadamente sobre nuestros hombros, donde nuestra voz tenga el mismo valor que la de cualquier hombre en la mesa.
Porque la verdadera igualdad no es solo una cuestión de leyes, sino de transformación cultural. Y esa transformación comienza cuando dejamos de negar la realidad y empezamos a construir juntos un país más justo para todas y todos.